A la agente de la policía científica Sara Michelénez le tocó aquella mañana acompañar a un equipo para la investigación de un supuesto homicidio. Alguien había informado del hallazgo de un cadáver con herida de bala en la cabeza en el Parque de la Sierra de Gredos.
La unidad y el forense llegaron al lugar casi al mismo tiempo. Era una zona apartada y escondida por un desnivel del terreno, unos pocos alcornoques y abundantes jarales y brezales. Para acceder utilizaron una vieja carretera mal cuidada, camino habitual de cazadores (furtivos o no) de perdices, conejos y jabalíes.
Sara tomó notas como hacía habitualmente y habló con el forense y preguntó detalles sobre quién había dado el aviso. Un hombre dijo que escuchó un disparo y que pensó que pudiera tratarse de alguien cazando.
Los compañeros de la primera unidad habían identificado el cuerpo, así como el vehículo en el que lo encontraron. Se trataba de un traficante de drogas de poca monta llamado Pablo Blanco. Se tomaron fotos del cadáver y de los alrededores. Sara iba torciendo la nariz con frecuencia. Algo no le gustaba y su instinto le decía que había algo raro. Se localizó un casquillo y un arma corta muy común, una pistola suizo-alemana que utiliza munición de nueve milímetros.
De vuelta en la comisaría, en el momento de redactar el informe, hubo discrepancias entre el equipo. Sara sentía que algo se escapaba a lo evidente, mientras que sus compañeros apuntaban a un ajuste de cuentas o un suicidio. Sara no se explicaba por qué había un hematoma en el lugar por el que entró la bala por la cabeza.
Y además, ¿por qué estaría tan alejado de la ciudad? Demasiado extraño.
Este es otro relato de Luis Soler para La isla de los oyentes.